Wednesday, July 27, 2011

Dei, Toria, Indonesia

El día 23 de junio llegué a Yakarta después de haber dejado la residencia en la que he estado viviendo durante los 5 últimos meses. Un cuarto donde compartía habitación con dos checas, una indonesia y una taiwanesa.
 La taiwanesa se llama Vera y tiene treinta y tantos. Es extremadamente reservada y jamás nos ha contado nada de su vida privada por lo que la mayoría de cosas que sabemos de ella, las hemos intuido por las fotos de la habitación. Adela es una de esas chicas imponentes del este que nos titubean a la hora de ponerse una mini-falda y un buen escote. Su mirada es fría y algo distante pero en cuanto la conoces su lealtad, su compromiso y su sentido de la libertad destruyen esta imagen de femme fatale de hielo y te muestra una chica sincera y buena amiga de sus amigos. Šárka también es de República Checa. Tiene unos grandes ojos azules y una sonrisa inocente y limpia que refleja perfectamente su personalidad. Han sido mis dos compañeras principales de viaje durante los 5 primeros meses y las echo de menos. Rhein, la chica de Indonesia es musulmana y reza 5 veces al día. Al contrario de lo que podía pensar al principio, nunca nos ha dedicado una mueca extraña por no comportarnos como ella, se ha reído con nuestras historias y nos ha piropeado cuando hemos salido de fiesta poco recatadas. En alguna ocasión, la hemos pillado rezando al llegar de marcha, pero no ha sido un problema. El respeto mutuo ha prevalecido los cinco meses de convivencia, y, pese a haber carecido de todo atisbo de privacidad, el balance ha sido positivo y la experiencia se ha convertido en recuerdos un tanto surrealistas pero muy divertidos. 
Con esta etapa casi terminada, el viaje a Indonesia se presentaba como el perfecto punto de inflexión entre el Taipei que había conocido hasta ese momento y mi nueva etapa: nueva residencia, nueva universidad y comienzo del curso intensivo de chino. 
Tras 11 horas de viaje, llegué al aeropuerto de Yakarta emanando inocencia. En Taiwán la gente es tan noble y honesta que el nivel de desconfianza se reduce a 0 y acatas civilizadamente todos los precios y recomendaciones de los conciudadanos. Su actitud te pone de buen humor porque en ningún momento te sientes extranjera. Es un modo flowerpower bastante agradable que hace que el encargado de vender los visados en el aeropuerto de Yakarta, te time tranquilamente 30€ y además se lleve una sonrisa. ¡Sí señor! Ni corto ni perezoso, duplicó el precio del visado y yo no me di cuenta hasta que ya era demasiado tarde. 
Con la mosca detrás de la oreja salí a la búsqueda de David (Dei para los amigos) que me esperaba en el aeropuerto con un cartel tamaño A3 dirigido a ¨su ilustrísima señora marquesa de Villapesadilla¨ Dos  años sin verle y seguíamos con el cachondeito pero, ¡qué guapo estaba! Después de la Sorbona y de realizar prácticas en Estambul, ahora el nene estaba de prácticas en Yakarta. Hombre de provecho donde los haya, si no fuera porque encuentra más apetecibles los plátanos de canarias a las guayabas colombianas podría resultar un buen marido. 
Tras unas cuantas horas de sueño y comprobar que era cierto lo que Dei me había contado sobre el descomunal tamaño de las ratas de Yakarta, pillamos el tren con destino a Yogyakarta. El primer día visitamos el templo de Borobudur construido a modo de mandala gigante y reconstruido por los holandeses después del paso de los años, los terremotos y las inundaciones. La verdad es que con la reconstrucción los dibujos que forman las piedras se quedaron un tanto desencajados. Las fotos del museo previas a la reconstrucción dejaban claro que el trabajo no llegaba al aprobado, aunque el número de visitantes lo posicionaba como uno de los puntos de máximo de interés. 

Después fuimos a la boda de la hermana de Rati, una de las compañeras de trabajo de David. Las bodas en Indonesia constan de varios días. Un día se produce la ceremonia religiosa, otro la familia del novio recibe a la de la novia, después la familia de la novia recibe a la del novio y por último se celebra con los amigos. Nosotros estábamos invitados a la última parte, celebrada en la casa de la familia de la novia en mitad de la campiña indonesia. Un verde intenso contrastaba con las coloridas casas, las montañas, el arroz depositado en plásticos sobre el arcén de la carretera y los cultivos. La familia de la novia vestía de verde claro, la del novio de naranja y los novios y los padres respectivos posaban encima del escenario por donde los invitados iban pasando para saludar a la familia. Cuando subías, la novia, con una cálida sonrisa,  rodeaba tus manos con las suyas y, simulando un traspaso de energía, se las llevaba directamente al corazón para después volver a señalarte mostrando agradecimiento. La boda se planificó a modo de bufé. El krupuk udang, el pollo, el arroz y la verdura estaban presentados en unas grandes urnas plateadas donde los comensales debían servirse mientras que canciones indonesias sonaban de fondo interpretadas por una chica que no sé si pertenecía a la familia, pero no tuvo el más mínimo reparo en unirse al grupo de solteras cuando la novia tiró el ramo.   


Al día siguiente, armados de valor y deseosos de nuevas experiencias, decidimos alquilar unas bicicletas para experimentar la ciudad desde otra perspectiva. Tan solo 18 kilómetros separaban nuestro hostal del templo de Prambanan y los templos adyacentes, así que pillamos unas bicis y un mapa poco recomendable que indicaba que siguiendo el río llegaríamos directamente a los templos. Pues bien, el río tardó en aparecer, pero el camino nos llevó a toparnos de frente con con unos 100 indonesios con una pitón enrollada en el cuello que compartían un amor profundo por el escamoso animal y habían decidido organizar una manifestación pro-serpiente.  Los indonesios, muy amablemente, nos invitaron a su manifestación e intentaron colgarnos alguna serpiente en el cuello. Cuando conseguimos deshacernos de los comprometidos adolescentes, encontramos el río. Pedaleamos siguiendo el cauce y disfrutamos de las pequeñas casitas construidas en ambas orillas hasta que la gravilla se intensificó de tal manera que tuvimos que meternos en la autovía. Con dos collons. Experimentando a cuerpo descubierto el tráfico indonesio, su circulación en sentido contrario al que estamos acostumbrados modo inglés, sus sus motoristas-kamikaze y su obsesión por el claxon. No importa qué hagas o dónde estés, tocar el pito y por ende los huevos parece requisito indispensable para conducir en Indonesia. Entonces, cuando un dolor intenso empezó a manifestarse en nuestras posaderas sin pudor, el calor era insoportable y el sudor se resbalaba por mi espalda sin pedir permiso, encontramos un templo a un lado de la carretera. El templo era sobrio y pequeño, en el que hacía más de 600 años en los que no se practicaba activamente la religión. En la isla de Java la religión musulmana es la mayoritaria, las mujeres llevan velo y cada 4 horas se oye la llamada al rezo desde la numerosas mezquitas de la ciudad. Los templos hinduistas han quedado como reflejo de una época dorada con muestras como los 224 templos y la edificación central de 47 metros de altura de Prambanan (850 d.C), siguiente parada en nuestro itinerario. Contemplamos las edificaciones, nos deleitamos con la exquisita comida de los restaurantes de alrededor, paseamos por sus calles, entramos en los templos, percibimos ese aroma a humedad que impregna su interior y observamos detenidamente las figuras de los dioses. A la mayoría de ellos le faltaba un brazo, una pierna o la cabeza y se encontraban en la más absoluta oscuridad. De hecho hasta pasados unos segundos era difícil percibir lo que se hallaba dentro de esas habitaciones comunicadas por oscuros pasillos. Sin embargo, si te acercabas, podías ver cómo a la mayoría de las estatuas les rodeaba una pequeña hilera de pétalos secos. Quizá de un balinés que estaba de viaje y no se había olvidado de sus ofrendas. Seguimos con el camino en bici y llegamos a otros templos apartados del bullicio de la gente. Templos que no estaban preparados para el turismo y estaban rodeados de humildes casas de campesinos que antes de que se pusiese el sol quemaban rastrojos y malas hierbas. Contamos unos 120 templos, pero sólo se mantenían tres en pie. El resto se había reducido a una montaña de piedras que recordaba de nuevo ese pasado hinduista glorioso y reivindicaba Java como territorio musulmán. Pudimos disfrutar de esa atmósfera única mientras que el sol se ponía pero la idea de la vuelta me aterraba. Por momentos pensé que íbamos a encontrar a un buen samaritano que nos llevase al hostal en coche, pero no. El sol se fue y tuvimos que pedalear por la autovía sin luces ni chalecos reflectantes y con numerosas motos que no tenían reparo en meterse en tu camino y silbarte descaradamente mientras analizaban tu trasero. 
El dolor, el cansancio, el miedo y la desesperación hizo que la mala leche hirviera en mi interior y se reflejase exteriormente con contestaciones un tanto bruscas  para todo el que osó a comunicarse conmigo en esa interminable hora y media de periplo por la carretera. Mala leche que sólo se calmó con un delicioso baño que nos pegamos en la piscina del hostal. ¡Qué gustito madre mía! ¡Qué bien sienta el agua después de tanto fuego!
Al día siguiente nos esperaba una furgoneta repleta de viajeros. Tras un viaje con adelantamientos de alto riesgo y ocho horas de paciencia llegamos a Bromo de noche. El clima era extremadamente húmedo y los nativos nos esperaban protegidos con mantas y gorros de lana. Cervecita y cama. La noche duró poco y el despertador sonó a las 3 de la mañana.  A las 4 nos recogieron en la puerta del hotel y un jip nos llevó hasta la falda de una montaña enfrente del volcán Bromo. Entonces, con la única luz de las estrellas y de alguna que otra linterna que se trajo algún ¨avispadillo¨ empezamos a subir la montaña. Estaba subiendo una montaña a las 4 de la mañana y sin desayunar.  ¡Creía que iba a morir! Además, muchos indonesios, sabiendo lo desentrenados que llegan los turistas, te esperan con un burro en diferentes partes del trayecto para ayudarte a subir la montaña por un módico precio. Pero no, una se niega a aceptar que va cumpliendo años y que el body ya no es lo que era. Así que aunque el pulmón me mandaba señales claras de asfixia, el amor propio pudo más y al final llegamos a la cima. Entonces el cansancio desapareció. Ante mis ojos, rodeado de nubes y ceniza aparecía el volcán Bromo escupiendo humo. Nos quedamos allí, embelesados, compitiendo con los turistas por el mejor sitio para ver cómo amanece un volcán. Esperamos, disfrutando al ver cómo el cielo gris ceniza iba endulzando su color hasta decidirse por un azul intenso. Se hizo la luz, y los colores brillaron con toda su intensidad. Nos quedamos en silencio, tranquilos e impresionados hasta que llegó la hora de regresar al jip que nos llevaría al volcán y para nuestra sorpresa ¡pudimos subir al cráter! 
Cada 10 minutos el volcán escupía ceniza. Entonces todo se nublaba y la ceniza caía  del cielo como si fuera nieve ensuciando nuestra ropa y dificultando nuestra respiración.  Los pies se hundían en la ceniza y un intenso olor a azufre salía del volcán tan potentemente que salías con regustillo a metal. Tuve que parar varias veces y sentarme en la ceniza para llegar a la cima. Mis pantalones se tiñeron de gris. Y al fin, llegamos al cráter. El cansancio me hizo desplomarme en el suelo y no poder moverme durante unos minutos. El corazón me latía con fuerza y las piernas me temblaban, entonces, me giré y vi el interior del cráter. El volcán parecía estar hueco y unos 20 metros más abajo, un agujero humeante se abría en mitad de la tierra con fuerza. Era impresionante. Estamos tan acostumbrados a las ciudades de cemento y luces fluorescentes que se nos olvida que vivimos en un planeta llamado ¨Tierra¨ con placas, manto, y un núcleo  incandescente que no se anda con tonterías. 
El tour duró sólo 4 horas pero creo que ha sido la experiencia más impresionante que he tenido en mi vida. Volvimos al hostal cansados. El mini-bús nos recogió a las 9:30 de la mañana como habíamos acordado y nos llevó a la agencia de viajes. Una sala abierta al público al ras de la carretera, con las paredes verde pastel desconchadas, con un cuarto de baño maloliente y con 2 indonesios que no sabían ni dónde tenían la cara. Se suponía que el autobús nos recogería nada más llegar y emprenderíamos el recorrido a Bali. Pues bien, estos magníficos indonesios nos estuvieron toreando hasta la una y media de la tarde con la táctica de los 20 minutos. Además, ese autobús ofertado con aire acondicionado resultó ser un autobús con el suelo lleno de basura y sin maletero por lo que el macuto de los viajeros se amontonaba en los pasillos, encima de las cáscaras de pipas, las bolsas de plástico y los cigarros. Sí, la gente fumaba en el autobús y no entendía de basura. 
El autobús paró en cada una de las paradas desde Bromo a Bali y en cada una de ellas entraba más gente por lo que el espacio vital se fue reduciendo hasta que acabé con una indonesia durmiendo en mi hombro.  Además, en cada parada, un grupo formado por un cantante con guitarra y otro con pandereta, triángulo o equivalente se empeñaban en amenizarte el viaje sin importarles en absoluto si cataban como gatos, si estabas durmiendo o si llevabas 7 horas de viaje sorportando cada 20 minutos uno de estos cantantes sin vergüenza. Fue duro. Y más porque al llegar a Bali a las 5 de la mañana nos recibió una lluvia torrencial de esas que te empapan y los taxistas nos ofrecían llevarnos a la ciudad por un precio que se correspondía a cuatro veces la tarifa normal. Un desastre. La sensación fue rara. Sobre todo porque acabábamos de llegar al supuesto paraíso. 


Tras varios intentos frustrados encontramos habitación en un hotel completamente artificial en Kuta donde los Mc Donalds y KFC abundan y la música pachanguera y los go-gós hacen las delicias de los turistas borrachos y descamisados. Kuta es completamente la antítesis de lo que estábamos buscando. El antiparaíso. El ejemplo más claro de cómo el turismo puede arruinar cualquier lugar por bello que sea. Mientras que los ricachones se encierran en los resorts disfrutando de  masajes y jacuzzis, los adolescentes acuden a la isla balinesa con la botella de whisky debajo del brazo y beben hasta desfallecer. No cabía la menor duda de que estábamos en el sitio equivocado, así que al día siguiente alquilamos una moto y nos adentramos en las entrañas de la península de Bali. Allí, las vacas se pastan alegremente en libertad, las gallinas y sus polluelos se pasean con descaro por la carretera y la naturaleza más salvaje no entiende de cemento. Las carreteras se estrechan hasta convertirse en gravilla y la gravilla se multiplica hasta que te lleva a una de esas playas paradisiacas en las que te parece increíble estar tomando el sol. Dreamland o la playa de Jimbaran fueron el escenario de los dos primeros días. Disfrutamos de su arena blanca, de sus palmeras, de sus aguas cristalinas y de los esculturales cuerpos de los surfistas, que alegraban la vista aún más si cabía. Cuando cogimos un moreno Gisele Bündchen nos fuimos a Ubud en el centro de la isla. 



Allí las playas de ensueño dan paso a arrozales de verdes imposibles y templos hinduistas.  Una alternativa perfecta al turismo de playa y martini. En Bali el fervor con el que se vive el islamismo en Java, se convierte en pasión hinduita. Los templos están en activo y llenos de ofrendas de los feligreses que cada tarde reunen flores, galletas y plantas y realizan bellas esculturas. A la mañana siguiente, esas pequeñas ofrendas son depositadas a los pies de los dioses que se hallan en cada esquina de Bali. Altares, templos, flores e incienso se mezclan contruyendo un paisaje muy auténtico que se completa con los trajes tradicionales balineses. 
Con pena abandonamos el centro de la isla y cogimos el ferry para pasar el último día en Lembogan. La guía de viajes que seguíamos la describía como la Bali que todos esperan encontrar pero que ha desaparecido y tras una hora de camino desembarcamos en una isla de pescadores en la que aún no han llegado los cajeros. Aunque, verdaderamente las calles del pueblo estaban menos viciadas, las costas estaban llenas de barquitos que entorpecían el baño. Parece que los turistas han encontrado un nuevo destino a explotar. Aún así, las vistas al volcán Gunung Agung son inigualables. El broche final para 10 días repletos de experiencias increíbles, de risas, de confidencias y de momentos inolvidables